lunes, 5 de marzo de 2012

RATONES Y PATOS, por Carlos Trillo

RATONES Y PATOS: DOS O TRES COSAS QUE YO SE DE ELLOS
Algún día habrá que estudiar la enorme importancia de las publicaciones de Editorial Abril en los niños que empezábamos a formarnos como lectores a principios de los años ´50. En aquel tiempo existían gran cantidad de revistas ilustradas que se dirigían al mercado infantil. Las de mayor venta servían para el colegio, explicaban la germinación del maíz o el origen de las guerras púnicas y de ellas uno recortaba la cara de San Martín y la Casita de Tucumán para pegar en el cuaderno.
Tenían su gracia porque contenían algunos cuentos e historietas, pero ese nosequé de manual de Estrada las hacía medio sospechosas.
Editorial Abril no tenía revistas para el cole. Era, entonces, una especie de Séptimo de Caballería que venía a rescatarnos de los abismos de la georgrafía y las llegadas de Colón con una montaña de personajes de ficción que ninguno de nosotros pudo olvidar.
Entre las publicaciones de Abril estaban Misterix, Rayo Rojo, Gatito, la Biblioteca de Pepe Bolsillitos, El Diario de mi Amiga, los Pequeños Grandes Libros, La Gran Historieta y, claro, El Pato Donald.
Los autores y dibujantes de Editorial Abril firmaban cada cosa que hacían. Eran muchos: Pratt, Oesterheld, Campani Ongaro, Vogt, Ciocca, Alamda, Orgambide, Spivacov, Breccia, Csecs, Malinov, la deslumbrante Beatriz Ferro.
En El Pato Donald, en cambio, todas las historietas estaban firmadas con un sello que decía “por Walt Disney”, que trataba de hacernos creer que había un señor muy laborioso que escribía y dibujaba todo el semanario. Sin embargo, nos dábamos cuenta que en esas páginas coexistían distintos dibujantes y, empezando ya a reconocer calidades y estilos, autores diversos. Tuvieron que pasar más de veinte años para que se desclasificaran los expedientes secretos y la Disney aceptara imprimir en un costado y en cuerpo ocho los nombres de la legión de colaboradores que fueron construyendo impactantes personajes secundarios, ciudades reconocibles, villanos encantadores y aventuras memorables.
Hoy hay sitios de internet dedicados a la cronología de las historietas de ratones y patos y hasta altares virtuales ergidos a la memoria de los creadores de sus historias.
Se dijo muchas veces que Walt Disney amó al Ratón más que a ninguno. Seguramente porque fue el primer ladrillo en la construcción del castillo presuntamente encantado desde donde se maneja el imperio más grande de criaturas de celuloide y papel de todos los tiempos. Mickey es la nave insignia. Y también la voz del amo, porque durante bastante tiempo fue la de Disney la voz del roedor en el cine.
En otros sentidos tampoco es difícil entender ese amor. Mickey Mouse es un verdadero héroe americano como James Stewart, como Harrison Ford, un tipo honesto, sagaz, capaz de comprender los hechos mejor que nadie y perseguir a los villanos con constancia de –perdón por la inadecuada comparación zoológica- un infalible perro de presa. Contado como una parodia del policial negro americano o de la novela de espionaje, Mickey triunfa siempre sobre la maldad en estado puro que intenta robar a una viejita, acallar a un periodista que cree en la verdad o dominar el mundo. Atolondrado, valiente y humano (es un decir), no fue sin emnargo demasiado apreciado por los pequeños lectores de esta parte del mapa.
Porque si bien el dibujo de Floyd Gottfredson (el más sobresaliente de los infatigables, creativos e innombrados autores de los comienzos) era de una plasticidad asombrosa, nunca llegamos a emocionarnos con sus peripecias. Y eso que tenía como contrafigura al mejor villano de la Disney, Pete Pata de Palo (Peg Leg Pete), que empezó a desdibujarse el día que decidieron ponerle un pie donde había una prótesis pirata, quien sabe por qué arrebato de corrección política.
No, nosotros éramos hinchas del pato.
Cesare Civita, el editor que llegó de Italia en 1944 con los derechos para publicar las revistas de Disney en la Argentina, intuyó cómo eran las cosas por estos lados donde siempre estuvimos tan lejos de ser los ganadores. Y no tituló su primera revista con el nombre de Mickey Mouse como en tantos otros países (Le Jounal de Mickey en Francia, Topolino en Italia, Mickey Magazine en Bélgica): la llamó El Pato Donald. Porque Mickey razona, deduce, enfrenta y vence a los villanos. Y Donald, si se pelea consigo mismo, pierde.
Conozco a unos cuantos que, como yo, leían la revista de Abril empezando por las historietas del “bueno”. Las buscábamos, reconocíamos el dibujo y las fórmulas narrativas y arrancábamos por ahí. Hoy se sabe que “el bueno” se llamaba Carl Barks y se había hecho cargo del pato en 1942, cuando empezó a salir en revistas como telonero de Mickey.
Barks escribía, dibujaba y tenía una asombrosa habilidad para crear actores secundarios. Sin embargo, pese a las presiones de arriba, no atinaba a inventar un villano de la intensidad de Pete Pata de Palo. Ya le había puesto tres sobrinos a la manera de los que tenía el Ratón, una abuela Donalda, una novia llamada Daisy y hasta un primo suertudo (Gastón) que, mientras caminaba, iba encontrando billetes de lotería premiados, dinero y mapas del tesoro.
Por fin, en 1947, Barks dio con la contrafigura que necesitaba el pato: su tío recontrasupermillonario y archiamarrete Scrooge McDuck o, dependiendo del país que elijamos de habla española, Tío Gilito, Tío Rico o –volviendo a la Argentina años ´50 y a la Editorial Abril- Tío Patilludo.
Memorable descule. Porque Donald ya tenía un enemigo invencible: él mismo. Lo que necestaba era un poder que lo obligara a emprender sus descabelladas andanzas, alguien capaz de sacarlo de su inmovilismo físico y mental para empujarlo hacia el peligro, los viajes y la sorpresa. Y ahí estaba ese viejo buscador de oro, ese avaro basado en el Scrooge del Cuento de Navidad que, sin embargo, no es ni remotamente un miserable como la criatura de Charles Dickens. Más bien se trata de un abuelito niño que quiere todo y no da nada, un viejo que cambia de humor violentamente, que ríe, que llora y aulla de acuerdo con sus egoistas necesidades, que habita una fortaleza cúbica donde acumuló toda su fortuna en una piscina de monedas de oro para sumergirse y ser feliz.
“Lo vuelve simpático su heroica frialdad, su inflexibilidad de avaro”, lo definió Dino Buzzati en el prólogo a una edición italiana de Mondadori que incluyó a los patos entre los clásicos de la literatura universal.
Carl Barks fue un oscuro empleado, un escritor anónimo y un dibujante desconocido. Sin embargo, con el tío de Donald inventó un personaje que, de alguna manera, iba en contra de la consigna principal de la Disney: aquellos que para la Dirección son los buenos deben triunfar siempre sobre aquellos que para la Dirección son los malos. Es evidente ahora, tantos años después, que Barks nunca pensó en esos términos y que en cambio buscó dar testimonio sobre debilidades y fortalezas humanas, aún con personajes obligados por sobre todas las cosas a entretener al lector y a ser rabiosamente aptos para todo público.
Los tiempos de Mickey y Donald ya pasaron en la Argentina. En varios países de Europa (no en los Estados Unidos, donde se discontinuaron hace años las publicaciones de quiosco) se siguen produciendo nuevas historias de patos y ratones para revistas con tiradas semanales impresionantes.
Ahora los autores verdaderos se consignan en tipografía pequeña debajo de la omnipresente firma de Walt Disney. Pero seguramente no habrá ninguno igual, no habrá ninguno, a aquel anónimo “el bueno” que creó algunos de los más grandes momentos de la historia de la historieta y supo desplazar con sus patos neuróticos, avaros y cargados de humanidad a los acartonados ratones infalibles.

(prólogo a la edición argentina de Mickey & Donald, Clarín, 2006)

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